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Este fue el relato ganador del II Concurso de relato Corto de Valpuesta. El autor es Asier Ibarrondo.
Ahí estaba Rogelio. Todo rojo, caliente de ira, embravecido por lo que le parecía una injusticia total.
La Junta había convocado el segundo certamen de relatos cortos, Villa de Valpuesta. “Ciudad de Valpuesta”, corregía el alcalde. Nadie le hizo caso, aunque tenía razón
Esta vez iba a ganar. El año pasado no lo consiguió. Pero su cuento sobre el berberecho Pancho, que aprendió a hablar en un perfecto castellano para ganarse el derecho a habitar el río Omecillo, merecía la máxima distinción
Esta vez iba a ser distinto. Nadie dudaría de su capacidad narrativa. Todos le aclamarían… Iba a ganar. Por ello, se puso a escribir.
Recuperar Valpuesta, tituló.
Después decidió cambiar el título. Plagiaría otra historia, pero ahora vendería su título copiado como un guió hacia un clásico, lo que le dotaría de un aura de escritor auténtico. Le encantaba.
Así escribió su cuento: Mujercitas. Y curiosamente para ese título, su historia trataba sobre Leandro, un hombre.
Leandro acababa de llegar a Valpuesta. Escapaba, según se chismorreaba por el pueblo, de un turbio asunto por las Landas francesas. Él nunca quiso decir de qué se trataba. Y con ello se fue generando un aura de misterio a su alrededor que le convertía en irresistible para las mujeres.
Las mujeres únicamente eran gentes sin mucho más que hacer que trajinar. Todas tenían sus quehaceres, pero también tenían demasiado tiempo libre.
La primera de ellas era Carlota. Llegó a Valpuesta para poner una porqueriza. Después, por no discutir con sus nuevos vecinos por el olor de los gorrinos, puso un gallinero. Aspiraba a surtir de huevos a toda la provincia de Burgos, pero terminó convenciéndose de que lo mejor era trabajar lo justo para comer, y disfrutar así de las bondades de una vida tranquila en un paraje privilegiado como el que ahora habitaba. ¿Para qué necesito más dinero?, le contaba a Julia.
Julia era una tía rara. Rara de narices. Una vez decidió que, como no tenía pareja y quería tener un hijo, iba a incubar un huevo. ¿Me das una docena de huevos bareados?, le pidió a Carlota. Comprobó uno a uno que todos tenían ese puntito que delataba que por ahí había pasado el gallo. Preparó una cesta, puso el primer huevo y se sentó encima, dispuesta a no moverse en los 36 días que tarda en nacer un pollito.
Tuvo el máximo cuidado que pudo. La imagen de Julia, sentada, incubando, era digna de ver. Una foto suya hubiera aparecido, seguro, en el National Geographic. Pero en seguida se distraía, o se dormía soñando en el nombre que tendría su futuro retoño. Cada distracción suponía una posibilidad menos de ser madre. Y también un huevo menos, porque a ver quién era el rico que se comía en tortilla al que podía haber sido su hijo.
Julia lloró doce veces, y después fue a contarle a Pepa (la tercera de las mujeres) que ya no quería tener hijos, que si le dejaba pasear a su perro. Can era el perro más listo de todo Valpuesta. Metía el morro y te decía en un ti-ta dónde había un topo. Los cogía todos. Para suerte de Pepa, también encontraba las trufas, ese manjar culinario tan apreciado.
En cierta ocasión, Pepa y Can fueron al monte y regresaron con la cesta llena de trufas y boletus. Arzak, Aduriz o Ferrán Adrià hubieran pagado dinerales por cenar en su casa ese día. No digamos Paul, que disponía del mejor local de restauración de la zona.
Y es que Pepa hacía de cocinera del pueblo. Todo el mundo esperaba su invitación a la cena. Y su casa siempre era una fiesta. Bueno, una fiesta en la que siempre estaba Roger, su marido, que pesaba por ello 99 kilos. Yo siempre he sido de tres dígitos, ahora que no llego a los cien ‘kilates’ me encuentro raro, desfigurado, dijo una vez.
Pero toda la habilidad que tenía Pepa en las manos para la cocina le faltaba en la lengua. ¡Qué manera de decir lo que menos convenía!.
La casa de Pepa también fue el sitio donde comenzó todo.
Ahí estaban las tres mujeres, solas, sin un guardia que las detuviera cuando se pasaban, trajinando. Carlota, Julia y Pepa.
Al final, después de una larga conversación (diez minutos más o menos), las tres mujeres tramaron su plan.
Entrarían en casa de Leandro el martes a primera hora. Sabían que iría a trabajar y que nunca cerraba la puerta de casa. Nadie lo hacía. Así, tendrían por lo menos tres horas para buscar y rebuscar, sin interrupciones.
Así lo hicieron. Buscaron y rebuscaron, leyeron cartas personales, de una antigua novia. Y también vieron, por los recibos del banco, que dinero no le faltaba. Igual había robado un banco y por eso huía, pensaron. No, no tiene sentido robar un banco y luego ingresar la pasta en tu cuenta.
Revolvieron todo, rebuscaron sin piedad, y luego dejaron todo como estaba, para que sus actos delictivos no se notaran. Y decidieron marchar. No habían cumplido el objetivo, pero era tarde y no había otra opción. Debían irse, ya volverían.
Cuando estaban saliendo, ahí encontraron a Leandro, en la puerta, boquiabierto. Leandro se había ido antes del trabajo y ahora, al llegar a casa, no daba crédito a lo que veía…
No les quedó otra, tenían que confesar.
Leandro les matizó esta última afirmación.
Leandro se acercó a la cómoda, abrió el cajón superior y sacó un sobre.
Estimado Sr. Leandro. –comenzó a leer-.
Mi nombre es Pepa, y soy propietaria, junto con mi marido Roger, de la casa que hay junto al castillo.
Le escribo para invitarle a la cena de cortesía que prepararemos el próximo domingo. Sería buena ocasión para conocernos como vecinos.
Espero su respuesta.
Atentamente
Su vecina Pepa.
Leandro no contestó. ¿Quién se va a fiar de alguien que vive a menos de cien metros y se dirige a ti a través de cartas certificadas? Es una absoluta incongruencia.
Las tres damas se miraron y, de repente, comenzaron a reír sin consuelo.
Las carcajadas iban en aumento. Esa puñetera manía de irse poniendo verdes la una a la otra, de sacarse los ojos en cuando no están una delante de las demás y de morirse de absurda envidia por tonterías, tenía que terminar.
Esa insana costumbre de malmeter había terminado con la Asociación Cultural de Amigos de Valpuesta, había hecho que ya no las invitaran a las fiestas de San Millán, había provocado que MariLoli se marchara del pueblo, despellejada viva y harta hasta de su sombra.
Esas puñeteras mentiras y chismes habían provocado que Dionisio le pegara fuego a su propia casa, al tomar por cierto un rumor sobre la infidelidad de su esposa, que dormía dentro cuanto todo ardió y pudo salir de milagro.
Y sobre todo, había provocado que medio pueblo no se hablara con el otro medio.
Pero ahí estaban ellas, riendo sin parar.
Esta última era Julia.
Leandro, negando a las tres mujeres, no sabía lo que hacía. Tenía dos opciones, unirse al enemigo o terminar loco y solo.
Las mujeres se perdieron en el horizonte. Todavía se las oye reír.
———— fin ———————–
3 thoughts on “‘Mujercitas’, cuento vencedor en el II Concurso de relatos de Valpuesta”
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