Balbuceos y farfullos

Verdes valles, profundos bosques y grandes montañas dan cobijo a la colegiata burgalesa de Santa María de Valpuesta, la cuna del castellano

NORTE DE CASTILLA. 19.06.09 -JAVIER PRIETO GALLEGO

Valpuesta

Valpuesta

Otra más de vergüenza ajena. Pues resulta que va uno dispuesto a disfrutar de un apartado rincón de la geografía burgalesa -tan apartado que es tal cual una península mar adentro de las tierras alavesas- porque ha oído que allí, en medio de un paisaje de ensueño -verdes valles, profundos bosques, grandes montañas- se halla ubicada la colegiata de Santa María de Valpuesta, el santuario perteneciente a un remotísimo monasterio entre cuya documentación administrativa, escrita sobre piel de becerro en el siglo X, se han encontrado palabras y expresiones de distintos amanuenses que pretendían escribir en latín pero al que se les escapaban las palabras con las que los campesinos del entorno llamaban a las cosas.

Es decir, esas palabras perdidas entre otras latinas muestran que, al menos en esa zona, la gente ya no habla el latín, aunque se siga escribiendo, y que las cosas van teniendo para el pueblo llano nombres distintos.

Son, como acostumbra a titularse, los balbuceos del castellano. Lo novedoso está en que hasta no hace mucho se consideraba que las anotaciones de este tipo más antiguas que se tenían eran las aparecidas en documentos del monasterio de San Millán de la Cogolla, escritas en el siglo XI. Es decir, las de Valpuesta, son hoy por hoy las más antiguas.

La historia es fascinante y arranca, más o menos cuando en el año 804 llega al valle un obispo llamado Juan y consolida el obispado de Valpuesta, el segundo de la Reconquista. En un momento en el que casi toda la Península se encontraba ya, del Duero hacia el sur, bajo el dominio musulmán desde el obispado de Valpuesta se organizaba la fe cristiana en una amplísima jurisdicción territorial que llegaba hasta el Cantábrico y se extendía por Asturias y las montañas del sur de Burgos.

El monasterio y sus monjes prosperaron durante los siglos en los que se iba consolidando la Reconquista hasta que, a finales del siglo XI, fue desinflándose al mismo tiempo que surgían otros centros de poder eclesiástico. Pero no del todo.

El monasterio, sus monjes y sus trajines dieron todavía para levantar la actual colegiata gótica en el siglo XIV y continuar los altibajos propios de su ocupación hasta que la Guerra de la Independencia, primero y la Desamortización, después, inauguraron el periodo de desaguisados y desastres que tanto patrimonio se llevó por delante en España.

El caso es que los milagros y las naves del misterio quisieron que de entre lo mucho perdido se salvara un conjunto inconexo de documentos administrativos en los que distintos monjes de los siglos IX y X iban anotando donaciones, compraventas y herencias relacionadas con el monasterio. Esos documentos son conocidos como los Cartularios de Valpuesta, y en ellos figuran ya palabras que con el tiempo evolucionarían hacia el castellano y también hacia el vascuence.

Hoy Valpuesta son apenas cuatro casas y una soberbia torre fuerte perdidas en una carretera de tercera pero con una estampa imponente de la que sobresale el perfil voluminoso de la colegiata.

Pura fachada. Por fuera y de lejos parece un templo digno, grande, adecentado y con la enjundia que se presupone a quien tuvo tanto peso en el pasado. De cerca el pálpito es que la fama, recién llegada como quien dice, le ha pillado sin duchar, sin vestir ni maquillar.

Y tanto que por dentro parece al borde del derrumbe, con un claustro en tentempié chapuceado con más intención que eficacia y un templo invadido por el verdín de tanto chupar el agua del subsuelo.

Paredes rajadas, arcos cayéndose, humedad a espuertas, un retablo con más polvo que la Luna y todo tan al borde de la disolución como un azucarillo sobre un plato de leche. La cuna del castellano huele a una humedad rancia que da, para no variar, vergüenza ajena.

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